El velo es necesario para todas las mujeres

Me cuenta la fotógrafa yemení Boushra Almutawakel (Saná, 1969) que los días siguen siendo inciertos en su país, en su ciudad natal. En las calles, la rutina ha vuelto a instalarse con su habitual ajetreo, pero los continuos sucesos violentos en tiempos que aún se dicen de paz no dejan que la inquietud se apee de las caras de los adultos. Atentados terroristas de Al Qaeda (el último, el pasado 19 de julio); rebelión de jefes militares que se oponen al Gobierno; ataques de los rebeldes huthis (rama zaidí del Islam que a su vez procede del chiísmo y es contraria al salafismo); secuestros, como el de un agente de seguridad de la Embajada italiana el pasado 29 de julio...

Aunque hace ya meses que cesaron los bombardeos y disparos de la celebrada Primavera Yemení, y a pesar de que la población reclama una solución urgente para la pobreza del país, más que reivindicaciones políticas, aún silban balas y corre la sangre de civiles y militares. La pobreza es el caldo perfecto para el integrismo y extremistas de Al Qaeda en fuga se han instalado en zonas del sur que, durante la revolución, pasaron del control del Gobierno yemení a manos de las milicias islamistas. La inestabilidad militar de un país que se quiere ejemplo político para Siria (o, al menos, así lo propone la política exterior estadounidense) podría amargar el dulce a la diplomacia internacional.

Tras varias guerras civiles, Yemen alcanzó su estatus de república unificada en 1994. Sin embargo, la contienda ha sido una constante para la población de este país desde casi siempre, al oscilar entre la independencia y la sumisión a Egipto, Imperio Otomano, Portugal, Arabia Saudí, Gran Bretaña... Por no hablar de las frecuentes guerras internas. Así, una región considerada una de las cunas de la Humanidad, que fue la rica Saba, centro mundial del comercio de especies, y cuyo subsuelo aún contiene notables reservas de petróleo y gas natural, es hoy una de las más pobres entre los países árabes. Ali Abdullah Saleh, presidente de Yemen del Norte desde 1978 y del Yemen reunificado a partir de 1990, no supo llevar la prosperidad a un país de cultura y hospitalidad legendaria, y tras meses de violencia cedió el poder a su adjunto Abdo Rabbo Mansour, que hoy lidera un gobierno de transición política de dos años, elegido democráticamente el pasado febrero. En él recaen las esperanzas de una reconstrucción que se ha hecho esperar siglos.

Desde su casa en Saná, capital con algo más de dos millones de habitantes, ciudad universitaria y sede del Gobierno, Boushra es testigo privilegiada de acontecimientos que tienen en vilo a toda la zona. Y no sólo por la posición de su marido, un prestigioso economista que ha llegado a viceministro de Finanzas, sino por su propia formación (ha sido educada en Europa y Estados Unidos) y equidistante punto de vista. En su discurso, la reforma económica es prioridad: se estima que el 44% de la población de Yemen -unas 10 millones de personas- está malnutrida, y que cinco millones requieren de asistencia inmediata. Los trabajadores humanitarios la llaman una tragedia silente: hay más hambre en Yemen que en el África Subsahariana. Sin embargo, en la sensibilidad internacional puede más el hecho de que Yemen sea considerado un refugio de Al Qaeda que la hambruna que asola a la población. Hablamos, primero, de la llamada revolución rosa.

¿Qué ha sido de aquel primer impulso reformador?
Al comienzo de la Primavera árabe, después de que Ben Ali dimitiera en Túnez y comenzaran las protestas para deponer a Mubarak en Egipto, yo estaba emocionadísima, literalmente pegada a la tele. Fue maravilloso ver cómo la manifestación colectiva y las redes sociales podían con unos líderes formidables, casi todopoderosos. Hicieron lo inimaginable. Luego empezaron aquí las primeras y tímidas manifestaciones de los estudiantes, demandando más calidad de vida, más derechos. El movimiento creció, se hizo grande y complicado, y los enfrentamientos con la autoridad trajeron la muerte de civiles. Pero las reivindicaciones juveniles fueron secuestradas por los políticos para justificar la destrucción del país y llenar su agenda. Obligaron a Yemen a arrodillarse social y económicamente. Soportamos un año dificilísimo, sin electricidad, con cortes de gasolina, gas, agua; con el precio de los alimentos cada vez más alto y un enorme paro; infinidad de personas sin techo y pobreza por todas partes. La juventud quería acabar con los 33 años de régimen de Ali Abdallah Saleh, y con razón, pero creo que fueron cortos de vista y dejaron que los partidos de oposición la utilizaran para alcanzar el poder. Necesitan conducirse con más inteligencia y elaborar un plan a largo plazo: tener claros sus objetivos, una plataforma concreta y líderes que les representen. Deben formar parte del Gobierno para lograr un cambio. Al final, los jóvenes que comenzaron la revolución están marginados, tienen muy poca influencia.

¿Cómo la viviste?
Fui feliz al votar en el referendum de Abdo Rabbo Mansour: sentí que unía a los yemeníes en la dirección del cambio. Logró conciliar a personas que estaban en bandos opuestos. Lo que Yemen necesita es una evolución interna. Librarse del líder fue un primer paso honesto, pero también fácil, a pesar del alto precio que pagamos por él. Hemos pasado por un periodo muy duro y todo el mundo ha sufrido. Mi marido, mis cuatro hijas y yo dormimos en la misma habitación durante meses porque las niñas no soportaban el ruido de los disparos y los bombardeos.

¿Cuál es tu punto de vista acerca de la situación y de las necesidades de tu país?
Desde las elecciones del 21 de febrero, todo se ha calmado considerablemente. Tenemos electricidad y casi normalidad. Antes de la revolución, Yemen ya sufría una gran crisis económica. Entonces solíamos pensar que las cosas no podían ir a peor, pero lo hicieron. Ahora, aunque aún tenemos los mismos problemas, al menos tenemos electricidad y no hay bombardeos ni disparos. Eso es algo que apreciamos verdaderamente. Lo que los yemeníes quieren es trabajo, servicios básicos como un sistema de salud decente, educación, agua corriente, electricidad y el imperio de la ley. Cosas que solo conseguirá una reforma económica que necesitamos con urgencia. Y más jóvenes y mujeres deberían ser incluidos en la toma de decisiones políticas.

Has confesado que la revolución bloqueó tu instinto creativo. ¿Cómo afectó a tu familia y trabajo?
No fue tanto la revolución en sí como sus efectos colaterales, la permanente división en bandos de la gente. Allá donde ibas, las conversaciones estaban cargadas de política. Todo el mundo quería tener razón. El aire estaba tenso, lleno de electricidad, y hasta caminábamos con miedo. No sabíamos qué iba a pasar, cuándo o a quién. Fueron tiempos terroríficos e incómodos. No podía ser creativa cuando debía esconderme con mis hijas bajo una mesa durante un bombardeo. O cuando tenía que inventarme historias para hacerles creer que no pasaba nada. De hecho, encuentro fascinante que esos días hayan inspirado a muchos de mis colegas, especialmente a aquellos que fotografiaron los enfrentamientos. Fui a la plaza Taghier y, aunque pasé miedo, especialmente cuando vi a los heridos que llegaban al hospital de campaña, hice fotos. Ninguna era demasiado buena.

¿Alguna vez has pensado en abandonar tu país?
Sí, pero aquí me tienes. Mi familia y amigos están aquí, y necesito su apoyo para poder cuidar de mis cuatro hijos y, a la vez, disponer de mi propio espacio para respirar y recargar mi energía. Amo Yemen y pertenezco a esta tierra. Es cierto que a veces necesito un respiro, pero es mi casa y siempre lo será. Siento que soy necesaria aquí y que aquí es donde mi labor puede tener algún impacto.

¿Qué piensas acerca del papel de la mujer en los acontecimientos que están afectando a tu país?
Creo que han jugado un papel crucial en marcar la diferencia e impulsar un cambio. Muchos líderes de la revolución son mujeres: Amal Basha, la Nobel de la Paz Tawakkul Karman, Bushra Almaktari, Gabool y Radhia Almutawakel, Rahma Hugaira... Hay muchos activistas, pero las mujeres destacan. Durante la jornada electoral, me hizo muy feliz ver a un gran número de ellas que acudían a votar. Las yemeníes son fuertes y comprometidas, y ciudadanas muy activas. Pueden jugar un papel relevante no ya en la revolución, sino en la subsiguiente evolución de Yemen. Por desgracia, la mayoría de los hombres, especialmente aquellos que detentan el poder, no ven la importancia de incluirlas en el Gobierno o en la toma de decisiones políticas. Sin embargo, sé que las mujeres yemeníes no van a esperar su aprobación.

Boushra sigue viviendo en el hogar familiar, herencia de su padre. Casada con un economista que ha tenido responsabilidad en el Gobierno, tiene cuatro hijas que se las arreglan para monopolizar casi todo su tiempo. Su vida, aparentemente muy tradicional, choca con sus ideas, firmemente arraigadas en el progreso y en la apertura de cuotas de poder a minorías, ansiosa por comprobar los mecanismos de lo nuevo. Su educación en Egipto, Estados Unidos y Francia ha dejado huella en ella: a pesar de que su padre hubiera querido que se quedara en casa, las actividades políticas de su progenitor obligaron a la familia a viajar. Boushra incluso se las arregló para cursar Empresariales, aunque fuera acompañada de su hermano. 

Durante la carrera hizo sus pinitos en el blanco y negro, y la fotografía llenó el lugar destinado a las pasiones que duran toda una vida. A su regreso a Yemen, logró un empleo como asesora educativa, se casó, tuvo hijos y se convirtió en la primera fotógrafa profesional yemení. En 1997 dejó su empleo para dedicarse solo a disparar. «En realidad, no diría que me dedico a la fotografía, sino a mis niñas y a mi familia. Amo todas las formas de arte. Me hubiera gustado ser pintora, pero la fotografía estaba más a mi alcance. Admiro todas las formas de comunicación, de contar una historia: cine, multimedia, artes gráficas, música... Doy gracias por haber descubierto al menos una, y espero tener la oportunidad de probar otras. Estoy deseando experimentar con la multimedia. Quiero jugar con otros medios.»

¿Cómo es el día a día de una mujer y fotógrafa en Yemen?
Ahora ya es algo común, pero durante muchos años no supe de ninguna otra fotógrafa en mi país. Hoy, cada vez hay más jóvenes fotógrafas, como Amira Alsharif, Eman Alawami o Bushra Al-Fusail. Y ya cuentan con un impresionante trabajo. Muchas de ellas han cubierto la revolución y realmente admiro su coraje, su pasión y su perseverancia. Mi vida es agotadora, frenética, atareada, pero llena de diversión, risas y bromas. Normalmente me levanto a las 6, despierto a las niñas, las baño y las visto para llevarlas a la escuela. Por suerte, tengo a alguien que me ayuda con todo eso y, a veces, también mi marido lo hace. Mientras están en el colegio, dispongo de algunas horas para hacer recados, la colada, la compra, hacer un poco de ejercicio o trabajar. A las 12, recojo a mis gemelas de tres años que, si tengo suerte, duermen una siesta. Otro hueco para mí hasta que nos reunimos todos a comer. Por la tarde, vigilo sus deberes, jugamos un rato en el jardín, vemos la tele, cenamos y a la cama a las 8. Antes de que se duerman charlamos un rato o les leo algún cuento. Y por fin me quedo sola para cenar, charlar con mi marido, hacer algunas llamadas o contestar emails. El mayor reto diario al que me enfrento es despertar a las niñas por la mañana y meterlas en la cama por las noches: se resisten bastante.

Tienes una educación occidental... ¿Cómo fue tu proceso de adaptación a una sociedad tan distinta? ¿Fue dura la vuelta?
He pasado la mayor parte de mi vida entre Yemen y Estados Unidos, aunque también he vivido en Egipto y Francia. De los seis a los 11 años estudié en un colegio privado americano. A mi regreso a Yemen me llevó un tiempo acostumbrarme, quizá también porque mi madre es muy conservadora... Volví a Estados Unidos para estudiar en la universidad, pero al terminar los estudios no me apetecía mucho volver a mi país que, además, acababa de pasar una guerra civil (1994). Esta vuelta sí que me costó mucho más... Estuve meses deprimida y lo único que hacía era leer en la cama. Se me pasó cuando conseguí un trabajo y comencé a desarrollar mis inclinaciones artísticas... Me establecí, logré una fantástica vida social y todo se suavizó bastante.

¿Qué aspectos debería ajustar una mujer occidental para integrarse en la vida de Saná?
Los relacionados con el vestir y la vida social. Debería vestirse modesta y de manera conservadora. También tendría que acostumbrarse a que la observaran mucho más y a tener mucho cuidado en la manera en que interactuara con los hombres, especialmente en público. La vida social yemení es mucho más segregada: los hombres con los hombres y las mujeres con las mujeres. Aunque ella, al ser occidental, tendría acceso a ambos sexos. Es algo que sí se acepta. Probablemente se sorprendería mucho con la amabilidad, la generosidad y la calidez de los yemeníes.

¿Tratas de cambiar el estado de cosas a través de tus fotos o simplemente te concentras en mostrar una imagen de tu país que se aproxime más a la realidad que muchas de las imágenes estereotipadas que nos llegan?
Me encantaría proclamar que yo puedo hacer algo por el cambio, pero creo eso es algo que lleva tiempo. Mi única intención es arrojar alguna luz al respecto de mis propias preocupaciones y de las de otras mujeres, como el velo, la maternidad, la igualdad, la educación... Con la esperanza de contribuir al debate y la conversación que, muy lentamente, hagan avanzar este proceso de cambio.

¿Sientes la necesidad de militar en las causas feministas a través de tu trabajo?
Me han dicho que algunas de mis imágenes tienen cierta energía agresiva, pero jamás he querido, al menos conscientemente, que fueran militantes. Simplemente expreso lo que siento. Si algunas personas las perciben como militantes, lo acepto como una de las muchas interpretaciones de mi trabajo.

Su trabajo, como la misma revolución rosa, propone una revolución pacífica y desde el amor al país y a sus costumbres. En su ánimo está luchar contra esa visión romántica, idealizada, de la mujer de Oriente Medio, retratada como una criatura exótica y misteriosa. Las mujeres de Boushra son madres y, aunque representadas en la muñeca Fulla (la Barbie musulmana), trabajan, estudian y ejercen profesiones tradicionalmente adscritas a los varones, como la Medicina, vestidas con abayas, hiyabs o niqab o baltu. 

Su aproximación a los distintos tipos de vestimenta documenta cómo las mujeres de Yemen han ido cubriendo su cuerpo durante los últimos años, pero jamás mostrándolas como víctimas de cierto tipo de represión indumentaria, sino poniendo de relieve las contradicciones que se producen entre la mujer que lo lleva (que puede estar profusamente maquillada o incluso hacer guiños cómicos desde la única parte de su cuerpo que deja ver: los ojos) y su significancia política. El sentido del humor abre la puerta del cuestionamiento: si el velo es una máscara para la mujer yemení, más lo es en los ojos del espectador occidental, que apenas puede ver más allá de un trozo de tela. Y aunque la narración de Boushra no puede salirse de los límites que impone la tradición de su país (el cuerpo está, siempre, vedado), contiene la carga de profundidad necesaria para poner en tela de juicio el discurso masculino dominante sin que el establishment acabe de tenerlo meridianamente claro. «Soy una mujer árabe musulmana que lleva hiyab en su país, pero que tiene sentimientos encontrados al respecto que necesita expresar, compartir y discutir. Comencé a trabajar en el velo en la facultad, en Estados Unidos. Los horribles atentados del 11 de septiembre tuvieron un efecto tan negativo en la percepción del Islam y de los musulmanes en todo el mundo... El velo se convirtió en un símbolo icónico, en un tópico complejísimo de múltiples capas.»

¿Por qué crees que nos da tanto miedo?
Creo que viene de la ignorancia y los malentendidos que encienden y desencadenan los medios de comunicación. Árabes y musulmanes han sido retratados como peligrosos y, sobre todo, después del 11 de septiembre, como imprevisibles terroristas. Lo que ocurrió fue una tragedia, pero no todos los musulmanes deben ser juzgados por las acciones de unos pocos criminales manipulados. Tememos lo que no entendemos. Si más europeos y árabes se conocieran mutuamente a un nivel más humano, habría un entendimiento mayor. En este sentido, creo que es una vergüenza que la obsesión con el hiyab impida a los occidentales conocer a las personas que lo llevan. El velo es una excusa para no ver a las mujeres.

Occidente ve en el velo musulmán una máscara, pero quizá desde el otro lado sabéis captar con más claridad la máscara, invisible, que muchas de nosotras nos vemos obligadas a llevar...

Sí, ya lo dijo la conocida feminista Nawal Elsadawi... Tanto el hiyab aquí como el maquillaje, el bótox o la cirugía plástica allí cumplen con un mismo papel: ocultar nuestro auténtico yo. Siento que en el moderno mundo occidental las mujeres viven en una prisión. Quieren satisfacer todas las expectativas que se depositan en ellas, y son tan poco realistas... Las mujeres quieren todo: trabajo, amor, matrimonio, niños, dinero, éxito, juventud eterna, inteligencia; quieren estar siempre a la moda, y ser bellas y delgadas. Todas estas exigencias absolutamente imposibles son, además, impuestas por corporaciones mayoritariamente dirigidas por hombres. Ellas son vistas como objetos sexuales para el placer masculino y convertidas en objetos en las revistas, las películas, la publicidad. ¡No queda espacio para las mujeres reales, las que deben conciliar trabajo y familia, las que se quedan cortas a la hora de satisfacer todas esas demandas, las que no son suficientemente buenas ni suficientemente guapas! En realidad, se trata de imponernos necesidades que no lo son. En Yemen, la vida es mucho más lenta. Y gracias al reto que supone el día a día por la falta de servicios básicos, soy más capaz de enfocar lo que es importante y de vivir mi vida según mis propias reglas. Hace solo unos pocos años, no teníamos televisión con satélite ni internet, y la vida parecía aún más real. Por desgracia, estamos importando la cultural occidental. Ojalá pudiéramos coger solo lo bueno y deshechar el resto.

¿Por qué nos aferramos las mujeres a nuestros respectivos velos?
En Occidente, creo que es debido a la enorme presión que se ejerce sobre ellas, y quizás a que tratan de demostrar que son tan buenas como los hombres o incluso mejores, que pueden tenerlo y hacerlo todo. Aquí, creo que operan valores culturales y religiosos que están profundamente arraigados. Es la norma. A este respecto, creo que muchas mujeres no cuestionan lo que les inculcan en casa o en el colegio, simplemente lo aceptan. Rara vez nos enseñan a cuestionar o desafiar las creencias con las que crecemos.

¿Ves semejanzas entre las cuestiones que preocupan a las mujeres occidentales y orientales?
Sí, todas queremos llevar una vida con sentido, feliz, justa, igualitaria. Poder ser fieles a nuestras pasiones, mantener relaciones significativas y ejercer trabajos que nos llenen. Casarnos o tener pareja, niños, y asegurar que nuestra familia tenga una vida sana y salva. Y marcar una diferencia en la comunidad y en el mundo.

¿Qué tipo de velo usáis tú y tus hijas?
Normalmente llevo un pañuelo y una larga túnica negra llamada abaya. Es la norma en esta sociedad: todo el mundo viste así. Y me sentiría extraña si no me pusiera el hiyab (el velo que tapa cabeza y cuello) cuando salgo de casa. Hay mujeres que usan el niqab, con solo sus ojos al descubierto; otras llevan el hiyab con un sitara, una pieza de tela estampada con distintos diseños que cubre todo el cuerpo. Mi hija pequeña tiene ocho años y aún no lleva el hiyab. Ni siquiera he pensado cómo voy a lidiar con este asunto cuando sea adolescente... Supongo que, en un mundo ideal, dejaría que ella tomara la decisión.

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